El Hombre del Noveno G
Serían las siete de la tarde cuando volviendo de un
concierto local decidí hacer una parada en casa de mi amiga Candela. El
inhóspito y silencioso portal de aquél edificio antiguo y sus interminables
pasillos jamás se me antojaron como hogar y mucho menos después de lo
acontecido aquél escalofriante domingo.
Ni un inofensivo rayo de luna se atrevió a penetrar entre
las ranuras de aquellas persianas viejas. Saludé a mis amigas, más por
intuición que por lo poco que me ofrecían aquellas siluetas en penumbra. Me
acerqué con cautela y ahora sí pude ver el brillo de sus ojos abiertos como
platos y clavados al televisor. Estaban viendo una película de miedo ignorantes
de que aquél instante sólo era el prólogo de lo que se nos venía.
Esperé en silencio, ajena a un terror que invadía la
estancia, pero pronto esa atmósfera de suspense se apoderó de mí y me impregnó
de inquietud. Jugueteé con Vira, una simpática cachorra bretón, no sé si para
disimular mi malestar o por si al fingir normalidad me pudiera deshacer de aquella
sensación.
Repentinamente, la ficción se volvió realidad, frenéticos
golpes al suelo se escucharon desde el piso de arriba, era el hombre del noveno
G. No se supo que fue lo que le incomodó, aunque aquella reacción desmesurada,
impropia de una persona en su sano juicio, nos llevó a pensar que más que de
una queja se trataba de una trifulca familiar.
Acabó la película, olvidamos aquello durante un rato y
salimos a tomar algo. Al volver, alguien había puesto pegamento en la
cerradura. Candela se puso nerviosa, me propuso subir a hablar con el hombre
del noveno G y a pesar de que aquella idea no me parecía ni productiva, ni
segura no me negué a ello, no quería que mi amiga pensara que no estaba
respaldada ante problemas, sin embargo, estaba convencida de que había sido él
el autor de la fechoría. Me ofrecí como negociadora intentando autoconvencerme
de que la misma persona que hacía un par de horas se comunicaba mediante
desorbitados golpes iba a rendirse ante mi oratoria y a darnos las buenas
noches.
Subí los escalones con el desánimo del que va al paredón, y
al llegar al quicio de la puerta no dejé pasar ni un segundo hasta tocar al
timbre, como para contagiar una tranquilidad que nunca estuvo. Escuchamos
pasos, pasos rápidos, pasos que pisaban con la violencia del que nada teme.
Escuché mi corazón, después el de mis amigas, ya estaba cerca. Ese hombre no
quería abrir la puerta, quería arrancarla de cuajo, y aunque las bisagras no
cedieron en su labor, con el impulso estampó el pomo desconchando parte de la
pintura de aquella pared de gotelé y por fin vi a aquél hombre.
Tenía el torso al descubierto, el contraste entre el negro
de su pelo y el rojo intenso de su piel le daba un aspecto casi diabólico, era
obvia la gran ingesta de alcohol a la que se había sometido. Se tambaleó, a
pesar de que el ángulo en su rostro le orientaba claramente hacia mí, sus
pupilas apuntaban al infinito. Respiraba deprisa, con la ansiedad enfebrecida
del que está a punto de hacer algo horrible, y a decir verdad, a escasos centímetros de su domicilio nada
le impedía arrojarme hacia aquél foso con un simple tirón de brazo. Las
rodillas me temblaron, en décimas de segundo imaginé las más siniestras
circunstancias y cuánto dolor cabría en esa cueva macabra. Justo antes de oírle
gritar mi cuerpo retrocedió sin que yo se lo ordenara, se me durmieron las
articulaciones. Hipnotizada por el pánico solo fui capaz de abrir la boca y
decir entre dientes: “Vámonos”
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